jueves, 19 de febrero de 2009

Fascismo societal, vector de la sociedad de control. Publicado en el períodico quincenal Diagonal nº 75. 03/04/2008

Es posible que el fascismo sea un concepto a tomar en cuenta si queremos conocer mejor la genealogía de las sociedades del control en el capitalismo tardío. Sí, hoy está presente en nuestras vidas de manera constante y compartida, pero es un fascismo con diferencias frente al de antaño, por lo que lo llamaré ‘fascismo societal’ para resaltar que su presencia no pertenece tanto al campo político como al conjunto del cuerpo social. No precisa subyugar la legitimidad democrática hasta anularla para defender los intereses del capital, todo lo contrario, es generado, gestionado y presentado como valor racional, legítimo, necesario para el funcionamiento del orden establecido. En otras palabras, presenciamos un nuevo régimen de civilización.

Este nuevo fascismo, que a día de hoy es embrionario, comienza a articularse acorde con los requisitos necesarios para garantizar el total control de las poblaciones a nivel mundial, genera un seguimiento que no se preocupa tanto por disciplinar cuerpos y personas a través de las clásicas instituciones represivas, como por intentar establecer un sistema social totalitario que no aparente serlo y de esta forma dominar despóticamente sin tener que hacerlo. Un dispositivo de control interiorizado y defendido por el individuo como fuente de su identidad que comprende tantas alternativas y modos de concebir la vida como colores contiene una misma paleta.

Habitamos tiempos donde los cimientos que constituían la identidad, la manera de concebir el trabajo, las relaciones, la existencia misma, se diluyen dando paso a la vorágine postfordista que revitaliza la pobreza y la multiplicación de zonas entregadas al ostracismo absoluto desconectadas de la metrópolis, a la par que la industria se vuelca en los servicios avanzados de la economía global.

Los lazos se deshilachan pues el trabajo ya no cumple una función socializadora y catalizadora de la integración en la esfera ciudadana, al contrario, fragmenta, precariza y atomiza la vida social, la clase obrera sufre la desregulación simbólica, se extingue su unidad al sufrir la explotación y necesidades económicas de formas fenoménicamente distintas y dispares, por lo que resulta complicado encontrar un marco adecuado que aporte un significado compartido para desarrollar el viaje en común.

Obsesión securitaria

La hegemonía entendida como sometimiento de la mente global a la lógica capitalista desborda el campo verbal-discursivo para bucear por completo en el conjunto de relaciones sociales que articulan nuestra cultura (ahora en parte gramaticalizada por la imagen), reproduciendo sociabilidades que naturalizan una antropología unidimensional desde que nacemos, asimilando la realidad mercantilizada como constituida, lineal y anacrónica, sin albergar intención cognitiva y material de cambio.

Para sofocar inquietudes y calmar ansias, además de la obsesión securitaria, la sociedad de la abundancia nos ofrece un elixir a la carta para cualquier gusto, ideología, tendencia, moda, sueños o espíritus, todo se puede comprar, sentir la exclusiva y desecharlo como una mercancía cuando nos cansemos de ello.
Se hace uso de la comunicación como portavoz y creador de nuestro imaginario que recorre los flujos y conexiones comunicantes e interpela y mediatiza nuestras relaciones. Hoy la publicidad no se limita a vender un producto, va más allá, se solapa lo político, lo social y lo cultural bajo el barniz financiero creando un estilo de vida, una forma de ser y estar.

Nos comprime en un logo la proyección de cómo queremos vernos y que nos vean, nos define y nos sitúa sin que podamos oponer resistencia. Nada se puede enfrentar a la imagen, a la violencia visual, nuestra propia ontología se rige por la comunicación sirviéndose de nuestra subjetividad colectiva como materia prima de la que alimentarse, colocando a la vida misma en el epicentro de la esfera productiva, emergiendo así el biopoder que regula y administra la totalidad de las relaciones sociales.

Nueva legitimidad

El Estado reconfigura su legitimidad, erosionada en otros campos como el social y económico, para construirla en torno al securitario, centrándose en el desamparo personal, abandonando las protecciones sociales, gestionadas ahora de manera penal. Aquellos que no merecen estar, sobran o se escapen del perímetro establecido son inmediatamente convertidos en invitados privilegiados del sistema punitivo.

Éste se encarga de culpabilizar a los pobres por su miseria, divorciando por completo a la sociología del derecho, al individuo de la sociedad, utilizando dispositivos de control que condenan a las clases subalternas del proletariado urbano (jóvenes, inmigrantes, mendigos, etc.) a la relegación socioespacial en verdaderos vertederos sociales regidos por una jurisdicción hobbesiana que les separa de los aún incluidos en la esfera económico-social. Se sitúan inmersos en una superfluidad permanente, despojados de su condición de ejército reserva del trabajo, hostigados bajo la retención continua en categorías sociales percibidas como peligrosas y amenazantes para el resto de la población.

Población que, aterrada por la explosión simbólico-mediática en torno a las violencias urbanas y al terrorismo, ansía medidas instrumentales coercitivas contra aquellos que, tras la construcción de un consenso social y un rediseñamiento total de nuestras subjetividades individuales y colectivas, son designados como desechables, superfluos.
La disidencia, poco a poco, se traduce en términos policiales y criminales, en el sentido de que el margen que separa lo político de lo securitario se estrecha cada vez más, se restringe lo que se puede decir y hacer y lo que no.

En el caso del Estado español, la desobediencia se criminaliza por su supuesta relación con ETA o su “entorno”. Si hacemos un paralelismo con la teoría criminológica de “las ventanas rotas”, donde un grupo de jóvenes sentados en una escalera por la noche ya significa el primer paso en la escalada del delito, colgar una pancarta que trate sobre un tema socialmente sensible o denunciar públicamente a un cargo político por sus acciones e implicaciones deberían comenzarse a calibrar como un delito, de hecho en algunos casos ya está ocurriendo.

Las bandas de nazis surgen como acumulación de la sociabilidad capitalista (fascista) en una interpretación reaccionaria y frustrante tras el desierto social que provoca el postfordismo, culpando de la incertidumbre y del ansia al espejo perverso que refleja su miedo a ser desechado, el inmigrante, débil y vulnerable. A la extrema derecha hay que ganarle la calle, denunciar su existencia y lo que promueve, pero la hostilidad socializada y no la politizada se genera al cortar sus raíces y engendrar sociabilidades alternativas al fascismo societal, a la lógica individual y mercantil, erosionando al capital.

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