El 19 de diciembre se votará en el Parlamento Europeo la sonada directiva de las 65 horas, ante la incredulidad de gran parte de la población que en principio desecha la idea de su hipotética puesta en práctica. Un asunto que quizás no tiene la relevancia social y política que se merece, a lo que se suma un contexto de crisis global que sin duda no arroja luz de cara a mejorar la situación de los trabajadores y trabajadoras.
La razón de ser de esta directiva nace, por un lado, de la necesidad de moldear una mano de obra que tenga el menor índice de lastre posible a la hora de aceptar condiciones de flexibilidad, dinamismo y sumisión, virtudes que ya resultan imprescindibles para la producción postfordista. Deviene prioritario redibujar el mapa de los derechos laborales con una directiva donde la relación capital-trabajo se desregule, y como consecuencia los contratos adquieran un carácter puramente privado entre empresa y trabajador, borrando todo resto colectivo de la producción.
En segundo lugar la directiva se inscribe en un contexto con un claro tinte Neoliberal, que el capital europeo tiende a recrudecer al mercantilizar la gestión de los servicios públicos como la educación, la sanidad o los transportes. Sometiendo a la lógica del beneficio los últimos reductos vírgenes que forman parte del patrimonio común y colectivo de las personas, como también generando un fuerte impacto sobre grandes capas poblacionales a las que se dificulta su acceso a los bienes básicos
Tanto las 65 horas como la directiva de la vergüenza contra los migrantes, guardan entre sí una estrecha relación funcional al servir de tapadera jurídica con la que intentar controlar, dividir y constreñir a las multitudes contemporáneas equilibrando los flujos y tiempos del trabajo vivo.
Ambas actúan como una prótesis avanzada que mejora y otorga nuevos derechos al mando capitalista, que desesperadamente trata de someter a las subjetividades que ya no puede disciplinar, sino únicamente marcar los limites, neutralizar y controlar.
Dicho esto, no implica que de un día para el otro el escenario laboral mute por completo. Posiblemente se de un proceso gradual y heterogéneo, que poco a poco dibuje un mapa laboral europeo donde se llegue a naturalizar con el tiempo una realidad constituida como lineal y anacrónica, de igual manera que hoy día, la temporalidad es un ingrediente cotidiano para las nuevas generaciones.
Son los trabajadores emergentes, los que ya no disfrutan de convenios colectivos fordistas que garanticen cierta estabilidad, los que sufrirán de lleno la directiva al deshilacharse las mallas protectoras de las que disfrutaba el proletariado cuando vivía encerrado en la fábrica con el capital. Manteniendo la capacidad negociadora y de presión por convenios que, (sin animo de revocar tiempos pasados de manera gloriosa), si que aportaban cierta certidumbre de cara a poder planificar sus vidas.
* Seremos agentes libres nos dicen, que sin intermediario alguno tendremos que surcar las aguas del mercado sin más herramientas que poner en venta nuestras capacidades individuales, a expensas de lo que ofrezcamos sea lo suficientemente escaso para así lograr una relación contractual favorable. Pero en un mundo dominado por compradores (Capital), seremos muchos los que nos ahogaremos y nuestro oxígeno para sobrevivir viene envenenado al encontrarnos libremente coaccionados para aceptar jornadas y condiciones degradantes.
El Capital hegemoniza la falacia en la cuál el material de los ladrillos que edifican nuestras relaciones son individuales y privados, pero paradójicamente él mismo precisa para su funcionamiento parasitar nuestra producción construida colectivamente. En una sociedad como la nuestra donde la acumulación de capital tiende a residir dentro de un marco europeo, las luchas venideras y especialmente las que se libren contra las 65 horas deben enfrentarse en el campo de batalla donde se juega la realidad, que no es otro que Europa.
*Bifo “La fábrica de la infelicidad” Ed, Traficantes de sueños
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