Con la entrada en la postmodernidad parece ser, como ya señaló el sciólogo alemán Ulrich Beck, que los riesgos a los que nos enfrentamos se multiplican y se tornan capilares a nuestras formas de vida. A los peligros ecológicos, los relacionados con la alimentación, flexibilidad laboral etc… se debe hacer ahora especial hincapié, sobre todo después del 11-S, a una creciente cultura de la emergencia, de percepción de una inseguridad constante sin rostro definido, difusa, y por lo tanto indisciplinable.
Asistimos en nuestro días a transformaciones radicales de nuestras formas de vida en su conjunto, por lo que cuando hablamos de una cultura de la emergencia nos referimos al devenir de numerosos conceptos (costumbres, valores etc..), que conforman toda una gramática, dando origen a un nuevo lienzo donde conviven las relaciones sociales.
Para poder comprender mejor la cultura de la inseguridad que recorre los flujos globales, y que en ocasiones asociamos como patrimonio exclusivo de la sociedad norteamericana, tomaremos un ejemplo de rabiosa actualidad, que además contiene los ingredientes idóneos tanto para ser analizados desde un prisma global, como metropolitano. Nos referimos a la repercusión social, mediática y política que ha tenido el ataque a una comisaría de Madrid, tras una manifestación en solidaridad con la revuelta griega.
Destaca en primer lugar el papel que cumplen los grandes medios de comunicación al rediseñar nuestros posicionamientos tanto individuales como colectivos a la hora de tratar ciertos acontecimientos. La percepción fabrica realidad, y por ende, cuando observamos los disturbios automáticamente lo analizamos a través del universo simbólico latente y hegemónico, en donde se vacía de contenido social y político , mostrándose únicamente como puro vandalismo donde desarraigados y frustrados sociales son portadores de una patología que les conduce a la violencia gratuita.
La preocupación pública estriba en magnificar el shock social que genera el ataque a unos cuerpos de seguridad teóricamente representantes de los valores democráticos y garantes de las libertades colectivas, y demoniza a quienes los cometen, justificando, o al menos mostrando indiferencia, con los métodos empleados por las fuerzas del orden al reducir a los manifestantes.
La indignación colectiva no alza la voz frente al uso ilegal de porras extensibles por parte de la policía, o no le preocupa observar como algunos de los detenidos son arrastrados entre cristales. En definitiva, se hace la vista gorda al posible abuso policial. Este escenario denota una erosión gradual del Estado de Derecho, así como una falta de higiene democrática por parte de una población que incorpora al sentido común actitudes y medidas cada vez más represivas y punitivas.
Paradójicamente se acentúa el carácter vandálico y apolítico del intento de asalto a la comisaría, pero se aplica la prisión incondicional sin fianza, y las peticiones de cárcel rondan los 9 años, medidas excepcionales que sin embargo parecen esconder razones políticas de fondo. La alarma social la genera los cristales rotos, pero no la negligencia de los mercados financieros, el paro, la precariedad y el riesgo de exclusión social. No sólo las medidas económicas se comparten en la Unión Europea, también los conflictos sociales amenazan ya con ser el próximo fantasma que recorra Europa.
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