Barcelona es una ciudad que enamora, y es que está fabricada para que sea así. Es un objeto de recuerdos apasionantes y mediterráneos, de ambiente en la calle, pero también meca de la cultura y el diseño modernista, que perdurarán en la memoria de quien la visita. En Madrid cuando queremos hacer referencia a esa imagen de la Barcelona vanguardista, cosmopolita, abierta y de aspecto juvenil, la llamamos grungelona, es una palabra que define y concentra las cualidades más vendidas del proyecto Barna, (al menos dentro del significado que adquiere para nosotr@s el término grunge). Es la Barcelona a la que acuden tanto pseudos-bohemios, grupos de amig@s, hippies tirados, estudiantes y todo lo que informalmente aglutinamos como guiris, muchos guiris.
Resulta curioso observar como el proyecto político del municipio necesita hacer uso de muchas de la cualidades barcelonesas para generar demanda externa, y que paralelamente reprime y penaliza en su interior. La obsesión por monitorizar toda expresión en el espacio público, le lleva a la contradicción de tener que perseguir por un lado las conductas llamadas incívicas, pero al mismo tiempo necesita de su existencia para explotar todo ese trabajo social en beneficio económico y por lo tanto político.
El hotel Barceló -del Raval-, se erige afirmando que su mayor atractivo es “la mezcla de culturas que se da en el barrio”. Ratifica así, la forma en la que opera el mando Neoliberal al parasitar y recombinar, es decir explotar el saber social, las culturas, la existencia misma, que nace fruto de relaciones colectivas propias de las multitudes, (en este caso de la heterogeneidad inmigrante), y que no reciben nada a cambio por la producción que generan.
Los eventos culturales puramente urbanos que ofrece y acoge Barcelona, como campeonatos de skate, encuentro de graffiti, conciertos de música urbana etc…reinventan continuamente la pose cosmopolita y rebelde de la city. Incluso hay una obra echa con skates en el MACBA que se llama el “La muerte del patinador”, paradójicamente justo en la plaza donde l@s jóvenes lo practican ilegalmente y están expuestos a ser multados por la policía.
Todo este mosaico multicultural, necesita siempre ser administrado y controlado al ser una fuente esencial del régimen de acumulación postfordista. Por esa misma razón, debe hacer frente a la tendencia constante de una sociedad a escaparse más allá de los ángulos ciegos de las cámaras de video vigilancia, más allá de la dominación del mando.
El regalo envenenado de los JJOO del 92, hizo renacer a la ciudad de las cenizas tras su puesta a punto, la convirtió en un destino deseado y en un espejismo asentado un marco que decía equilibrar la cohesión con la universalidad, pero el tiempo manifiesta como el modelo se agrieta con los años.
La tan cacareada cohesión social deviene un estorbo en esa búsqueda titánica por hacerse un hueco y un nombre en el top ten de las metrópolis europeas. Cuando fragmentar y flexibilizar el mercado laboral, se convierte en un requisito fundamental si se quiere competir en primera división, se da origen a un proletariado urbano heterogéneo que deambula entre la desesperanza y la incertidumbre, de donde puede surgir lo mejor y lo peor.
Es por ello, que las metrópolis postfordistas son presentadas como grandes parques temáticos donde acumular vivencias inolvidables, en un escenario limpio y pulido que esconde los elementos indeseables. El surgimiento de los llamados trabajos atípicos y el nuevo ejercito de precarios e inmigrantes que ejecutan los empleos más descualificados son el fetichismo de la ciudad, las relaciones sociales que producen la mercancía Barcelona, pero que son ocultadas y en algunos casos criminalizadas y perseguidas.
Al igual que las postales de la Sagrada Familia donde no se ven las grúas, Barcelona, en sus folletos no dice que su buen nombre se sostiene sobre la exclusión, la precariedad y la fragmentación social, mejor prefieren quedarse únicamente con la otra cara de la moneda.
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