sábado, 16 de mayo de 2009

Drogas, capitalismo y locura. Publicado en el confidencial el 27/04/2009

La irrupción de la cocaína en el escenario mundial coincidía con la llegada al poder de Reagan y Thatcher, y la consecuente deriva neoliberal del capitalismo hacía la sumisión total del Estado al mercado caótico y la vorágine privatizadora de muchos servicios públicos. Don dinero comienza a fluir y a surcar los mercados globales e interpelar todas las facetas de la vida, con la cocaína como compañera de viaje a modo de “suplemento proteínico” que ayuda a soportar el torbellino que arrastran los nuevos tiempos. Vidas rápidas en constante ebullición se apoyan en la droga para no desaprovechar tiempo, reducir el lastre del descanso, estar siempre atento, despierto y no dejar pasar ninguna oportunidad que se nos presente; el tiempo realmente se convierte en oro.

Lejos de haber dejado atrás el protagonismo central que goza la cocaína en nuestras sociedades en los últimos 30 años, con el estallido de las nuevas tecnologías y el proceso globalizador, se adhieren una multiplicidad de estimulantes y antidepresivos que reflejan los altos niveles de insalubridad psicosocial contemporánea. El problema no siempre guarda relación con las noticias alarmantes que aparecen en los medios sobre la deriva y la perdición de los jóvenes, sumidos en un mundo donde las drogas resultan sinónimo de ocio y diversión. En realidad, la tragedia se vive de manera mucho más cotidiana y diluida entre los ciudadanos normales que pagan sus impuestos.

Legalmente se puede acceder a todo tipo de drogas como el Ritalín o el Prozac, sin las cuales sería impensable desarrollar el normal funcionamiento socioeconómico por una parte de la población, frente a los retos adversos que presenta la vida -sólo en el Estado Español, el consumo de antidepresivos se ha triplicado en la última década-. Para nuestra rutina diaria encontramos normal el uso de estimulantes en forma de refresco, como el Red Bull -prohibido en Dinamarca por contener un principio activo que devastó mentalmente a las tropas de EEUU en Vietnam-, o el Burn, que no son más que una imitación y democratización de los efectos energizantes que suele otorgar la cocaína, pero ahora con amparo legal. Por su control de los ritmos de humor, los antidepresivos o euforizantes hacen especial mella en aquellos sectores laborales que participan directamente en la producción inmaterial y virtual propiamente dicha, lo que augura el advenimiento de una crisis psicosocial de la que aún no podemos sacar cuentas.

Capitalismo cognitivo

En la sociedad de la información la conexión y producción entre mentes y la valorización económica del conocimiento, ocupan un lugar privilegiado en la reproducción del llamado capitalismo “cognitivo”. Su materia prima fundamental es el intelecto humano en sus términos más genéricos, lo que agrava enormemente la problemática. La aceleración intensiva de los ritmos productivos y comunicativos y la preponderancia de un ciberespacio ilimitado frente a un cerebro humano que opera de forma más lenta que la realidad, conlleva un desfase y ruptura patógena que se ve reflejado en la vitalidad de la industria de los psicofármacos.

De manera paralela y en ocasiones entrelazada a lo ya expuesto, se percibe un incremento de los casos registrados de internación urgente en psiquiátricos -7,8% más que 2007, sólo en Barcelona- que se achacan a la coyuntura de crisis económica, pero que sin duda hunde sus raíces en los ganglios de las relaciones sociales contemporáneas.

El tiempo que parece sacado de sus goznes es colonizado al completo por la publicidad, el marketing y el consumo desbocado bajo el paraguas ideológico de una felicidad banal y trivial. Esta precisa ser sustituida incesantemente al desaparecer su atracción poco tiempo después de poseer el producto o la sensación en cuestión.

En una sociedad incapaz ya de integrar socialmente a través del trabajo, -tasa estructural de paro, temporalidad, precariedad, intermitencia- el estatuto de ciudadano se adquiere a través de nuestra capacidad subjetiva de acceso al consumo. El principio de realidad se fusiona con el del deseo, en donde la libertad de elegir dentro del amplio abanico de gustos que ofrece el elixir del mercado, se transforma en tarea obligada que nos posiciona y estructura socialmente. Los lazos comunitarios se mediatizan siguiendo los patrones que dictan las campañas publicitarias y las líneas que dibuja el consumo, que amplifican una llamada a la que todos quieren acudir, pero que algunos no pueden responder.

Todo un cúmulo de frustraciones, estancamiento, aceleración, estrés, agotamiento y depresión generados por los modos de vida imperantes, vaticinan un futuro plagado de enfermedades neuronales y miseria existencial incubado en el centro del sistema social. ¿Son las locuras consecuencia de un modo de producción o, es el sistema mismo una locura? Deberíamos someterlo a un estudio médico para confirmar su insalubridad ecológica, social, económica y cognitiva.

¿Y por qué no un salario social universal? publicado en el confidencial el 16/05/2009

En tiempos de crisis resulta más necesario que nunca retomar el debate sobre el acceso a un salario social universal. Tras años de políticas laborales podemos coincidir con el sociólogo italiano Maurizio Lazzarato, en que el empleo ya no garantiza una renta satisfactoria, y que el crecimiento no implica la generación de puestos de trabajo. Prueba de ello se manifiesta en la innegable extensión de la precariedad, temporalidad e intermitencia laboral -31% en nuestro caso- , entre amplios estratos de la población, que amplifican la incertidumbre y generan dificultades a la hora de planificar la vida a medio-largo plazo. Asimismo se constata la brecha entre el llamado crecimiento económico y su repercusión beneficiosa en el plano de lo social. Un dato: durante los años de bonanza en la economía española -1995, 2005- el salario medio cayó un 5%. Son los nuevos working poors, que incluyen pero exceden a la clase obrera: cajeras a tiempo parcial, sector servicios por temporadas, amas de casa, inmigrantes, becarios, cuidadoras etc…conforman la fragmentación de un mercado laboral cada vez más inaccesible y desregulado.

Tampoco las nuevas tecnologías han traído como en un principio se podía presuponer, una mayor liberación del trabajo, dando lugar a un doble proceso simultáneo. Por un lado los ritmos productivos se tornan más intensivos y la jornada más sofocante, y al mismo tiempo se estrecha el margen que separa la inclusión de la exclusión social. Tanto, que en una ciudad tan emergente y productiva como lo es Barcelona, se estima que el 10% de la población se encuentra en riesgo de exclusión social. En nuestras sociedades globales la tasa de paro se entiende cada vez menos como una etapa coyuntural, que finalmente acabe solucionándose y pasa a percibirse como una tasa estructural e inamovible, más hoy en los tiempos que corren. De esta forma se sustituye un sistema basado en el arriba y abajo, por otro de adentro o afuera, con los matices que se puedan aplicar.

Derecho laboral de 4ª generación

Pero no es mi intención plantear aquí el debate de una renta básica ciudadana, enfocado únicamente desde el prisma de la integración social, a modo de salvavidas para los consumidores fallidos que se caen de toda inclusión socioeconómica. Pretendo más bien mostrar una lectura desde una perspectiva laboral, como un derecho de 4ª generación acorde a los avatares contemporáneos.

En las metrópolis postfordistas la acumulación de riqueza no proviene únicamente de la producción industrial propiamente dicha, sino que acapara el conocimiento, los hábitos, la capacidad de comunicación, socialización, los afectos etc… La vida misma es puesta a trabajar contando especialmente con sus aptitudes más genéricas y comunes, como el lenguaje por ejemplo. El sector más en alza se apoya en la reproducción de formas de vida, sensaciones, estímulos, imágenes y deseos. Incluso los mismos territorios -ej: Barcelona-, se publicitan a modo de marcas para fomentar su atracción y reproducción de flujos de consumo, capital e información. La mezcla de etnias, culturas, estéticas y poblaciones, enriquecen esta visión traduciendo su cooperación social en mercancía y beneficio privado.

Un ejemplo a modo de ilustración. En la capital catalana, en el antiguo barrio Chino, conocido ahora como el Raval, se ha instalado el lujoso hotel Barceló Raval. En su inauguración la subdirectora en una entrevista aseguraba que el mayor atractivo que presentaba el hotel, era “la diversidad de culturas que se da en el barrio”, y en su Web afirman que se encuentran situados en “el lugar más de moda del centro de Barcelona”.

La idea cosmopolita que proyecta el hotel en sus folletos y los requisitos establecidos por los estudios de mercado previos que deciden la viabilidad del proyecto, son sustraídos de la producción del patrimonio común. La interacción e innovación cotidiana de la población es valorizada como la materia prima inmaterial de la que especialmente se vale el capitalismo cognitivo. Casos similares se pueden encontrar en el barrio de Gràcia, o la Barceloneta, y así elevarse hasta la ciudad en su totalidad.

Cuesta plantearse una propuesta de este calibre si no desterramos la idea clásica que presenta el economista austriaco Joseph Schumpeter, sobre la figura del empresario emprendedor y portador de las innovaciones, así como protagonista por su rol estimulador en la inversión. Ahora en cambio ese papel es derivado del trabajo vivo, que hace de la metrópolis al completo su particular fábrica social y no centraliza a la empresa como generador de riqueza. Si la producción incorpora las 24 horas del día, y no sólo el tiempo de empleo, ¿por qué suena tan descabellado garantizar un salario universal de la cuna a la tumba?

Hoy cuando vislumbramos el abrupto final de la etapa neoliberal, que muchos asimilaron como el paraíso pero que ahora se esconde entre bastidores y sufre de una crisis de legitimación, el salario universal se presenta como un verdadero derecho social y laboral. Responder para empezar, a todos esos parados que tanto contribuyeron a la creación de riqueza que sólo unos pocos acumularon, y de ahí continuar extendiendo la cobertura hasta alcanzar el marco universal.

Garantizar un mínimo de renta ayudaría sin lugar a dudas a paliar la pobreza en una sociedad de grandes contrastes económicos que conviven a veces en los mismos espacios. Asimismo reduciría gratamente la alienación derivada del trabajo al no vernos perseguidos por la necesidad imperiosa de tener que aceptar condiciones laborales degradantes.

¿Qué va antes el huevo o la gallina?

Huelga decir que el debate es mucho más amplio que lo aquí expuesto, y me dejo por el camino muchas de sus características y problemáticas que plantea la implantación de un salario social universal. Sin duda una de ellas estriba en cómo evitar el éxodo de capitales y desinversión a modo de sabotaje por parte de los grandes intereses económicos. Por esta misma razón la aceleración del proceso constituyente debe extenderse al mayor número de regiones y países posibles, tejiendo una malla protectora que soporte los vaivenes de las dinámicas del mercado.

Cabe preguntarse cómo materializarlo en la realidad, y aquí entra la pregunta que se hacía Aurora Mínguez en un artículo publicado en este mismo periódico; ¿Cuando estallarán las calles? El salario social puede evitar que revienten las calles, amortiguando la caída de los más vulnerables, pero si observamos los ejemplos que nos da la historia posiblemente se dé el caso a la inversa. Los derechos pocas veces son cedidos, al contrario, suelen ser conquistados. Es la eterna dialéctica entre el movimiento obrero -hoy multitudes-, y las instituciones, que parte de la ilegalidad para finalmente forzar el derecho o caer derrotado. El mundo que vivimos en constante cambio y contradicción nos da la pauta que el politólogo Francis Fukuyama se equivocaba interesadamente al afirmar, que la historia había llegado a su fin con la evolución del capitalismo al más alto nivel.

Defender la alegría como escribió Mario Benedetti, sigue siendo la opción más racional.