jueves, 8 de abril de 2010

Gobernar la alegría, defender la locura

PALESTINA | CRÓNICA DESDE UN ESTADO OCUPADO

El anuncio de la construcción de 1.600 nuevos asentamientos en Jerusalén Este, y la apertura de una sinagoga, han dado lugar a nuevos enfrentamientos en distintos puntos de Cisjordania, en lo que se anunció como el “Día de la Ira”. Los autores recorren las calles y relatan el día a día del pueblo palestino.


Jorge Moruno y Cristina Castillo / Palestina
Martes 6 de abril de 2010. Periódico Quincenal Diagonal Número 123

Desde que el avión toma tierra en Tel Aviv y paseas por los pasillos del aeropuerto, camino a recoger las maletas, rápidamente te percatas de que no, éste no es un destino cualquiera. La ristra de carteles y eslóganes que aluden a la paz, a los distintos aniversarios a la fundación de Israel o a la idolatría a las fuerzas armadas, copan palmo a palmo todas las paredes, sudando ideología por doquier.

Tras un antipático recibimiento en el control de pasaportes y el interrogatorio de protocolo, Tel Aviv nos saluda de manera distinta a la que nos imaginamos de antemano. Muchas viviendas se caen a pedazos, y salvo unas pocas manzanas de edificios inteligentes y una primera línea de playa que parece un decorado, el resto presenta un aspecto ruinoso y bastante decadente.

Controles en los centros comerciales

Una ciudad que por lo general aparenta decantarse por la total indiferencia ante el conflicto con Palestina, aunque si bien es cierto que se pueden encontrar posturas progresistas, las tesis que la ideología obsesionada por la seguridad establece son hegemónicas. Control de pasaporte para entrar en un centro comercial, control en la estación de autobús, todo ello aderezado con miles de militares armados, bien los ves paseando, viajando o durmiendo en un hotel a tu lado.

Al margen de grupos que denuncian la situación, la mayoría de la juventud parece oscilar entre realizar sus posmodernas vidas urbanas con la precariedad a cuestas y hacer caso omiso a lo que ocurre a pocos kilómetros de distancia. Los parámetros que definen lo que se debería entender por compartir un espacio y un sentido común o la forma en la que se moldean las identidades colectivas, parecen degeneradas por el barniz que la razón militar da a sus vidas.

El resonado Derecho a defenderse hunde sus raíces de manera profunda e incisiva, esquizofrénica más bien. Para comprobarlo no es necesario atravesar el muro, basta con acercarse estos días a la Puerta de Damasco de la ciudad vieja de Jerusalén, la que conduce al barrio árabe. Los árabes se encuentran constantemente sometidos a un control rutinario de identificaciones y preguntas o a las fronteras que coloca la policía arbitrariamente en las calles que impiden su paso.

Pero lo más alarmante de todo es cuando esta situación, que debería sorprender a toda persona medio decente, pasa casi totalmente desapercibida a los ojos de israelíes, turistas y demás credos religiosos. Cientos de policías y militares patrullando no inmutan ni ponen nervioso a nadie, todo transcurre en una atmósfera de total equidistancia y pax romana.

Dejando el muro a nuestras espaldas la sensación de apartheid es ya abrumadora. Recordemos que los que se encuentran más allá de la barrera de hormigón tienen vetado el acceso a Jerusalén, reduciendo así drásticamente su movilidad y sus oportunidades vitales. Por la ventana de los autobuses o taxis, exclusivamente para árabes, se ven literalmente comunidades cerradas de colonos en lo alto de las montañas, asentamientos que violan todas las leyes internacionales y las resoluciones de la ONU, allí donde en su tiempo lo poblaban palestinos. En su lugar se despliega un urbanismo similar al de la clase media/alta que habita en las buenas urbanizaciones a las afueras de Madrid, o Barcelona.

Colonos armados en las calles

Caminar por las calles del casco antiguo de Hebrón provoca escalofríos: los colonos más radicales se encuentran asentados en las casas altas, mientras que los palestinos se ubican abajo y soportan con mallas los escombros que les lanzan los primeros. Carreteras segregadas y miedo a viajar de noche, a salir a la calle, debido a las incursiones de colonos que atacan armados con uzis (subfusiles israelíes) y custodiados por militares, es el día a día de todo palestino desde hace más de sesenta años.

Este Gobierno de la esquizofrenia se encuentra en las antípodas del caluroso recibimiento y la cordialidad palestina. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de acercarse a la Universidad de Al-Quds (Jerusalén), o a la de Nablus, se habrá visto asediado por grupos de jóvenes que humildemente se ofrecen para hacer de guía, invitarte a tomar algo, o simplemente interesarse por tu presencia. Siempre se preocupan por tu seguridad, e intentan hacerte pasar lo más desapercibido posible los estragos de la ocupación, mostrándote la alegría de un pueblo que pese al asedio no renuncia a reír.

Grabadas en la retina perdurarán imágenes tan tristes, pero a la vez tan tiernas como la de atravesar una barricada de contenedores, que unos niños de no más de siete años levantan a tu paso. No dejan de ser críos, y como si hablásemos de un juego, te advierten que la calle está cortada y no se puede pasar; durante unos minutos ellos mandan. Reclaman su derecho a jugar, a disfrutar de una infancia digna usurpada por la ocupación israelí. Unos metros por detrás y a la espera de que lleguen los militares, grupos de jóvenes envueltos en sus capuchas, se ocultan en la noche en calles atestadas de piedras.

Toda palabra queda huera para describir la injusticia que sufre el pueblo palestino, pero, paradójicamente, sí encontré unas que se acercan. En el Jerusalén Post del 19 de marzo, el columnista Gershon Baskin, esgrimía un lúcido artículo, valiente por donde vive, en donde vaticinaba que es sólo una cuestión de tiempo para que el mundo equipare a Israel con países como la Sudáfrica del Apartheid. Esperemos que tenga razón.