viernes, 3 de abril de 2009

A la caza de los sin papeles. Publicado en el Confidencial.com el 03/04/2009

En un clima de incertidumbre generalizado, con una precariedad laboral extendida a cada vez más estratos de la población y el tambaleo del Estado social, los términos en los que se concibe la seguridad pasan a entenderse en clave de orden público. La erosión de las soberanías estatales en materia económica durante los últimos decenios, y la parcial desnacionalización de sus fronteras como resultado del protagonismo de actores transnacionales, -multinacionales, inmigración- conlleva paradójicamente una renacionalización política y de seguridad. Funciona como un mecanismo legitimador de la soberanía estatal, que hace hincapié en la seguridad personal y subjetiva en detrimento de la colectiva.



Este repliegue sobre las identidades nacionales, en algunos casos puede marcar líneas diferenciales con el que concebimos como el otro, el extranjero, ajeno a lo “nuestro”, que oculta bajo el problema inmigrante lo que en realidad es una crisis de ciudadanía. La seguridad se traduce así en la búsqueda de homogeneidad social, con espacios y residencias saneados de elementos que distorsionen la idílica imagen prediseñada de los que se sienten como los iguales. Las nuevas tecnologías del control y un modelo de urbanismo segregador que fomenta la agorafobia urbana, -temor al espacio público- ayuda a excluir y criminalizar a ciertos colectivos, donde los inmigrantes ocupan un puesto privilegiado como sujeto elevado a categoría de riesgo.



Pero el hecho es que ninguna metrópoli europea podría sostener su mercado laboral sin la ayuda de los inmigrantes, los cuales generalmente cubren los puestos menos cualificados, cuando muchas veces no se corresponde con sus credenciales y capacidades. Y algunos lo hacen en situación de clandestinidad, donde aún reconociéndose su labor fundamental en la sociedad, nunca se admitirá que ésta sólo es posible transgrediendo la ley. Ahí están, por ejemplo, todas esas mujeres que dejan de criar a sus hijos y abandonan sus lugares de origen para venir a cuidar los de otros en los países receptores, empujadas por la necesidad de buscar una vida digna para los suyos.



Se niega la ciudadanía para quien de facto vive y trabaja en el territorio y es escorado a la invisibilidad social, jurídica y política. Llevan el estigma en la cara y el terror en el cuerpo por encontrarse un control policial o una frontera móvil en las estaciones de tren o autobús, que arbitrariamente deciden parar a quien, según ellos, tienen aspecto de no tener papeles. Las razzias se han hecho muy conocidas debido a los últimos acontecimientos en Italia, donde se organizan cacerías indiscriminadas de inmigrantes, pero sólo hace falta acercarse al madrileño barrio de Lavapiés para constatar que esta práctica no es congénita al gobierno de Berlusconi.



Una vuelta de tuerca



Recientemente el Gobierno se ha sacado de la chistera una ley que sanciona hasta con 10.000 euros por acoger o ayudar económicamente a inmigrantes en situación irregular. Una medida que equipara y engloba tanto al empresario que se aprovecha de la vulnerabilidad de este colectivo y lo explota contratándolo en negro, junto a un ciudadano u organización que decide ayudar a una persona azotada por la exclusión social y los vaivenes del mercado. Valores y principios antagónicos, pero que, sin embargo, son castigados con la misma dureza obviando que el primero saca rédito económico, mientras que el segundo es sólo una muestra de solidaridad humanitaria sin ningún ánimo de lucro. Se suma también la campaña por el retorno voluntario de extranjeros, facilitando desde las administraciones el regreso a su país de origen en una coyuntura con altos niveles de desempleo estructural. Su repercusión ha sido más simbólica que práctica, -se estima que 4000 personas paradas se han adherido- y nada ayuda a incorporar en el imaginario colectivo la figura del inmigrante como posible ciudadano.



Recordemos que vivir en situación irregular no supone más que una falta administrativa, equiparable a saltarse un semáforo, pero que, sin embargo, puede acarrear consecuencias nefastas para la persona infractora. Algunas de estas consecuencias, están sostenidas en un limbo legal, como manifiestan los CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros), que dependen del ministerio de Interior pero que oficialmente no son cárceles, sino zonas de espera en donde el destino final -deportación o mantenimiento- dependerá, entre otras cuestiones, del equilibrio en la balanza económica, que determina si existe o no necesidad de fuerza de trabajo para cubrir puestos sin cualificar y precarios.



A esta situación ya de por sí escandalosa, se solapa la prohibición legal de ser asistido por la ciudadanía, lo cual ayuda a aumentar el desarraigo social, cerrando puertas a la inclusión y abriendo muchas más a los círculos de la economía sumergida y la posibilidad de caer en el delito, para convertirse así definitivamente en delincuente: es la profecía autocumplida.



El sociólogo polaco Zygmunt Bauman, afirma que los campos de concentración nazis, lejos de ser una aberración de la modernidad, suponen el más alto grado de desarrollo y perfección de la burocracia occidental. Si dejamos de lado las visiones sentimentales, la violencia nazi no fue impuesta por el impulso y la insalubridad mental, al contrario, se llevó a cabo en nombre de valores superiores, de manera detallada y con precisión tecnológica. Esto sucede cuando dejamos de lado las consideraciones éticas, y desterramos de nuestra comunidad moral a ciertos sujetos. Lo más destacado es que no suele ocurrir en medio de la incredulidad social, sino a través del silencio reinante de personas que se consideran decentes, y que no entienden porque deberían mostrar empatía con sujetos desterrados de la “familia humana”.



La indiferencia de una población ante el drama de los sin papeles, acusados en ocasiones de toda una batería de descalificativos ligados a su condición, no dista mucho de aquellos que hace no demasiado tiempo consideraron a los judíos un parásito insertado en nuestro cuerpo social. Ellos lo empiezan a decir muy claro, como reza un lema de los inmigrantes mexicanos en USA: Querían brazos y llegaron personas.

jueves, 2 de abril de 2009

MADRID: LA SUMA DE TODOS, BENEFICIO DE POCOS. Publicado en el periódico Diagonal nº 99

Madrid, además de ser muchas otras cosas, se alza como capital del salvajismo, los ajustes de cuentas, las puñaladas y los tiros en las calles. Es curioso que una comunidad gobernada por el ala más extremista del régimen “libre mercado”, como es Esperanza Aguirre y el señor Gallardón, sea asimismo el epicentro estatal de la inseguridad, el peligro y la derecha más desbocada. Y es que tiene toda la lógica: un modelo de urbanismo desgarrador, una creciente dualidad entre las rentas norte-sur de la ciudad, y la voluntad política de hacer de Madrid el paraíso de las multinacionales, traen a la par grandes riquezas y altos niveles de precariedad .

El presidente por Madrid de las nuevas generaciones del PP, Pablo Casado, lo anuncia a viva voz y sin tapujos: ¡privaticemos los servicios públicos! Metrópolis que sigue el ejemplo de Los Ángeles, segregando por territorios, fomentando los suburbios periféricos, cerrados y seguros, hostiles al medio ambiente unidos por autovías y culturalmente muertos. Por el contrario crecen los territorios de temporalidades inmóviles, que sirven como recipiente de los estratos más populares de la población.

La criminalización del “otro diferente”, recae sobre los inmigrantes, esos “portadores de desgracias”, como decía Bertolt Brecht, que son el chivo expiatorio elevado a categoría de riesgo, aupado por el inflamiento mediático. Los de abajo temen perder lo poco que tienen y culpan al inmigrante, más desgraciado, con el que tienen que compartir, y por eso votan PP, los de arriba no quieren sostener unos servicios a los que no acuden, porque ya se aseguran un servicio económicamente filtrado, votan PP. Es el producto de la hegemonía cultural que ostenta la simpleza aparentemente campechana de Esperanza Aguirre, como una especie de híbrido entre neoliberalismo y fascismo sociológico.

En este lienzo hostil se reproducen como setas la violencia que encarna los valores hegemónicos en la ciudad, a saber: competitividad, individualismo extremo y ansias por ascender en la movilidad social usando la vía más rápida, Show me Money! Son los directivos de las calles, pero sin protocolos ni grandes recepciones, que adquieren la forma de mafias, bandas, o violencia gratuita. Aprenden de los mejores e interiorizan la cultura política de quien llega al poder comprando diputados, maneras poco saludables, pero que sirven de paradigma a la ciudadanía.

En este Madrid que se siente propietario y se cree señor, se inhala un ambiente turbio y cargado, guateque de mafiosos, promotores y empresarios que paseando en sus grandes cochazos y con sus banderas colgadas del retrovisor, conviven con la existencia de un creciente ejército de precarios, temporales y no-ciudadanos. Estos observan cómo los pobres en el ventanal del café descrito por Baudelaire, las vidas de los opulentos en contradicción y por lo tanto frustración con la que ellos llevan.

La tarea por encontrar un equilibrio de la oscilación entre lo negativo y la innovación de nuevas instituciones que otorguen cuerpo y forma a las multitudes madrileñas, aventura dos posibles opciones: la perversa guerra entre explotados y excluidos, retroalimentada por la generalización de la incertidumbre y el cinismo colectivo, podría derivar en manifestaciones de verdadero fascismo social a través de la intensificación de la renacionalización de la política, que conlleva el destierro social de los más vulnerables y desfavorecidos.

Paralelamente, o al contrario, se pueden construir expresiones comunistas donde la superación de las condiciones de control impuestas que parcelan, dispersan y enfrentan a la heterogeneidad ciudadana logre enraizar proyectos territorializados, que inter-conectados , compongan las múltiples luchas que presenta la multitud. La población desheredada puede sacar a relucir los aspectos más desoladores, pero engendran paralelamente las condiciones subjetivas para hacer de Madrid una ciudad habitable. Una urbe abierta y regeneradora de un espacio público de debates y combates, donde convivan conflictos y encuentros anónimos que primen sobre la especulación y el miedo.

Tras las nuevas líneas de producción que atraviesan la ciudad en forma de flujos y comunicación, precisamos dar uso de la geometría variable que componen las distintas formas de trabajo y explotación, para lograr cortocircuitar la “traducción en valor” que procesa el mando sobre el conjunto de relaciones sociales. El migrante se erige como baluarte del explotado postfordista al tensar el perfil desnacionalizado y postcolonial de las grandes urbes, sometido a la contradicción constante de la movilidad, entre sus restricciones para ejercerla y la libertad de la que goza el Capital para sobrevolar fronteras.

Escapando de la lógica del mando, nace una demanda que se manifiesta en los lugares comunes –la ciudad- de manera poliédrica: la diversidad social descentralizada hecha política. Lejos de poder reducirse a un sujeto centrifugador más propio de un carácter leninista, la multiplicidad de sensibilidades, usos y funciones diferentes que se dan en la metrópolis desborda esta idea unificadora, quizás útil a medio plazo, pero limitadora en el largo alcance.

Es preciso tomar en consideración la importancia capital que adquiere para el conjunto de la producción la sutura indisociable entre cultura, economía y relaciones sociales. En segundo lugar, la necesidad de moldear la organización de las distintas redes que actualmente trabajan en el territorio, donde los centros sociales ocupados, las redes de inmigrantes, proyectos de cultura libre, luchas por los servicios públicos, parados y precarios etc.., encuentren las coordenadas para dar el valiente salto cualitativo considerando el marco metropolitano en su conjunto.

Una estructura estable pero cambiante, con capacidad de cintura acorde a la velocidad que avanzan los cambios, una organización que reconfigure el sentido de una nueva unidad basada en la diversidad y la libre diferencia e individualidad de sus miembros.

El derecho a la ciudad tiene hoy más sentido que nunca, desobedecer a las trabas que impone la movilidad reducida al reivindicar el transporte gratuito, el acceso al conocimiento como derecho básico, o un merecido salario social al producir por existir en sociedad, son sin duda uno de los puntos de partida.
Vivir tiempos en transición, cuando recién comienza la III Revolución Industrial, dificulta perfilar el espacio de expresión de las multitudes; empecemos por intentar organizar la incertidumbre.