miércoles, 28 de septiembre de 2011

Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje

Las crisis pueden resultar muy sintomáticas, en especial para verificar de qué masa está hecha realmente nuestra cultura política. En nuestro caso, se suelen recordar aquellos tiempos de “España va bien”, “crecemos por encima de la media europea”, como momentos de euforia y de buen rumbo. A día de hoy en cambio, se repiten frases del tipo: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, o en una ilusión pasajera de la que todos hemos sido artífices. Me gustaría aclarar algunas cuestiones acerca de la mitología del crecimiento del ladrillo y del “dinerito en el bolsillo”. Por un lado, resulta hipócrita escuchar acusaciones de este tipo, cuando la deuda ha sido el motor del crecimiento económico en los últimos 20 años. Al mismo tiempo, cabe desmentir ese achaque a la responsabilidad colectiva del despilfarro, que por cierto, sobre todo obtuvo beneficio privado.



La gente, ¿sabía en lo que se metía?


A principios de siglo XX, la palabra consumo se asociaba a un significado banal o simplemente técnico propio de la economía. El consumo no llegó a ser realmente preponderante hasta los años 50 y 60 cuando el ciclo de inclusión salarial y de consumo en masa alcanzó su clímax. Pero incluso en la gran explosión del consumo de masas, de objetos y bienes duraderos –coches, electrodomésticos-, éste todavía no alcanzaba el papel cardinal de nuestros días. Todavía se lo seguía viendo de forma utilitaria para satisfacer la producción y aún no, como la piedra angular que estratifica y delimita la inclusión social.



De los años 70 en adelante, con mayor o menor aceleración o resistencia, la lógica que se ha ido haciendo hegemónica es otra muy distinta. Se trata ahora, de poner el foco en el consumo para optimizar la producción; hacer de los anhelos y deseos de la población la fuente de la riqueza. Entre otras muchas urgencias, se encontraba la necesidad de maximizar beneficios empresariales. Para llevarlo a cabo, se precisaba liquidar las condiciones laborales, reducir capital físico y personal y hacer del acceso al salario un lujo en lugar de un yugo. ¿Pero cómo se pueden abrir nuevos mercados de consumo si el salario ya no está garantizado y cuando se consigue, tampoco garantiza mucho?



La masiva rebaja de salarios y la flexibilización defensiva de la industria tiene como consecuencia dos grandes aumentos: El de la deuda/crédito colectiva-beneficio privado y el aumento de la precariedad.

Se nos dijo que había llegado “el fin de la historia”, que de ahora en adelante todo era un crecimiento infinito y no había nada por lo que temer; algo que ahora se nos presenta como una verdadera farsa. Si no llega a ser porque millones de personas se hipotecaban por ese nuevo objeto del mercado –la vivienda-, o por el coche y la pantalla de plasma, esa época que tantos ahora añoran no hubiera existido. Los mismos que han puesto todo tipo de facilidades para que la gente se endeude y consuma, los mismos que han fomentado –y beneficiado-, de la cultura del propietario, escorando al ostracismo cualquier idea de alquiler social, ahora son los abanderados del culto a la austeridad. A las personas les sucede al revés que a los mercados y los especuladores: primero se les anima a hacer algo y luego se les castiga por ello.



La crisis ya existía, ahora sólo se ha extendido.



Solemos confundir prosperidad con circulación de dinero. Viéndolo así, deberíamos ser uno de los países más prósperos dado que la mitad de los billetes de 500 euros de toda Europa, se encuentran dentro de nuestras fronteras. Lo mismo cabría decir de los 80.000 millones que se defraudan a hacienda y de un largo etcétera de rasgos nacionales. Pero no es así, de hecho nunca lo ha sido; tampoco en la España de la “bonanza”. El espejismo del ladrillo y el turismo descansa sobre las espaldas y mentes de todo un ejército poliforme de precarios y precarias. Mientras brotaba la idea de ese capitalismo popular, donde cualquiera creía convertirse en un inversor si contaba con cuatro paredes, millones de personas quedaban excluidas y veían como se alejaban sus esperanzas de alcanzar una estabilidad digna. No todos han vivido por encima de sus posibilidades, más bien, algunos lo han hecho gracias a que muchos otros han visto reducidas las suyas. La precariedad vital es al tiempo, punto de partida y consecuencia del tan laureado modelo de crecimiento español.



En el año 2006 saltan las alarmas cuando tienen lugar una serie de concentraciones y sentadas reclamando una vivienda digna. Sucedía por primera vez que los perjudicados ponían el grito en el cielo, cuestionando las bondades de la columna vertebral del PIB español. Tras varias portadas en los medios de las manifestaciones por una vivienda digna, el gobierno opta por dar un poco de zanahoria y otro de palo. Por un lado renta básica de emancipación a los jóvenes, que no resuelve nada, pero que algo le resuelve a quien la recibe y al mismo tiempo, acusa de hasta 6 años de cárcel a un total de 9 personas por defender un derecho común.



Hoy, debido a la reactivación política que ha generado el 15M, el tema de la vivienda vuelve a estar sobre el tablero. Es un buen momento para volver a calibrar nuestra deficiente cultura democrática. Nuestro caso recuerda a las palabras de la famosa película francesa El odio –La haine-, que nos advierte diciendo: Hasta ahora todo va bien, lo importante no es la caída, sino el aterrizaje; esperemos que el próximo 3 y 4 de octubre, él de los procesados por una vivienda sea lo más suave posible, por el bien de nuestra cultura política.

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