miércoles, 16 de marzo de 2011

Pongamos que hablo de violencia: De Egipto a Libia pasando por Europa

Resulta paradójico que a raíz de las revoluciones que protagonizan algunos países árabes, los mandatarios occidentales no paran de reiterar su voluntad por una transición pacífica a la democracia. Digo paradójico, pero en realidad forma parte de la estructura de un discurso que remite a identificaciones ideológicas. Aunque aparentemente presentadas como un razonamiento lógico y obvio, no dejan de ser representaciones de intereses concretos. Si borramos la dimensión moral del rechazo a la violencia y en cambio la estudiamos de manera analítica, se pueden extraer algunas conclusiones de su función histórica. La historia de la violencia es la historia de su gestión, ante la imposibilidad de su extinción total.

Los métodos punitivos han ido pasando de la muestra pública y sádica, de la tortura en el cadalso como expresión del poder del soberano, a su gradual reclusión y ocultamiento al ojo público gracias a su gestión y administración. Lo mismo sucede con las transformaciones sociales; en tanto y cuanto un Estado de Derecho articula mecanismos de integración a las demandas, la gestión no solamente descansa sobre el monopolio de la violencia, sino también, sobre la legitimad social ideológicamente hegemónica. Durante los llamados “treinta años gloriosos”, de la gran transformación en palabras de Polanyi, este contexto de regulación del conflicto da origen en Europa a un Estado de Bienestar, surgido del reparto del beneficio salarial pactado entre trabajo y capital. Podemos entonces afirmar con Michael Foucault, que durante esa época hasta el estallido del 68, la política es la continuación de la guerra por otros métodos y no al contrario.



Por lo tanto, una vez aceptada la hipótesis de que es imposible mitigar al completo la agresividad innata al ser humano –como también lo es la cooperación-, sólo resta pensar en construir instituciones que la contengan; la pregunta es cómo y en beneficio de quién. No hay nada que indique que por sí misma, en todos los casos y coyunturas histórico-políticas, la violencia sea un mecanismo útil para transformar la realidad. Pero al mismo tiempo, la violencia como demostración de fuerza, ha sido y es, una herramienta determinante. El “ismo” del pacifismo y del violentismo son dos variantes de un mismo dogma. ¿Qué resulta más violento, las manifestaciones de la juventud griega, las revueltas árabes, o el monopolio de la violencia estatal y lo planes de ajuste del FMI?



Decía Hobbes, padre del Estado moderno, que la primera norma que prima sobre las demás, es la de aceptar primero de todo, la obediencia al soberano como ley natural, en el tránsito de lo que llama estado de naturaleza a la sociedad civil. Por lo tanto según Hobbes, salir del estado de naturaleza implica aceptar ciegamente la ley natural de la obediencia. Pero la historia demuestra que la obediencia lejos de fundarse en un origen natural, expresa la defensa de un status quo socialmente construido. Una forma de orden concreta, que se presenta siempre como garante de la universalidad y como la única alternativa viable. Ésta conclusión junto con todas las teorías llamadas “objetivistas” y de elección racional, que naturalizan las relaciones sociales basadas en el coste-beneficio individual, entraron hace mucho tiempo en entredicho; pero últimamente se revelan totalmente irreales.



¿Es buena la violencia, es mala la violencia? La respuesta es obvia, sacada de contexto, en abstracta siempre se considera como algo maldito. pero ¿acaso los regímenes árabes cuando transcurría “la normalidad”, no estaban sostenidos por la violencia más atroz? ¿no funcionaban las dictaduras como anillo al dedo para alisar el espacio de implantación de multinacionales y la acumulación de capital privado? Vienen a la mente las palabras de Sartre en el prólogo de Los condenados de la tierra, del mítico Franz Fanon, estudiando la situación que vivían las naciones colonizadas por países europeos, en Argelia concretamente. A los revoltosos argelinos sólo les quedaba la violencia como herramienta de lucha, pero también como la única terapia para liberarse colectivamente de las penurias, la represión sufrida y así revivir el gozo de vivir; ésta es la emoción que viven hoy las gentes árabes. En una coyuntura política muy distinta, un sentimiento similar parecen estar obstinados en despertar en Europa. Grecia no es Egipto ni Túnez y aún menos Libia, pero las reformas y los planes de ajuste que imponen los mercados, apuestan porque lo sea.

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